De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran
barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía
alguien.
Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los
cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer
guisados, los peones los cazaban a tiros.
Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato
antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque
no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito.
Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de
las personas y con el pico les hacía cosquillas
en la oreja.
Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también
burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa,
el loro entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan
mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.
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